vía Página 12
Por Mauro Libertella
El síndrome de Rasputín
Ricardo Romero
220 páginas
¿Cómo definirías la Buenos Aires de El síndrome de Rasputín?
–Es una Buenos Aires algo gótica en su decadencia. Me gusta pensar la idea de los dos obeliscos como una foto movida del Buenos Aires de hoy, evanescente y con rasgos expresionistas en sus ángulos más oscuros. Además el hecho de que transcurra varios años en el futuro me permite apoyarme en una idea de Marcelo Cohen sobre la ciencia ficción tercermundista: tiene que ser chatarra, entre berreta y absurda, pero no por eso menos trágica. Ese paisaje además permite que el tono de la novela sea desmedido. Es una ciudad llena de fantasmas pero al mismo tiempo con ese tic supremo de la supervivencia.
Maglier y Muishkin escapan, desde muchísimos ángulos, a la lógica del “detective” canónico de la literatura policial. ¿Qué te atrajo de esa dupla y cómo fuiste armando los personajes centrales?
–En principio, ¡no te olvides de Abelev, que viene a ser la cabeza del equipo! Desde que me enteré de la existencia del síndrome de Tourette supe que tenía que hacer algo con eso. Por un lado porque me sentí identificado, recordando los tics y los impulsos que tuve, que tengo y que tendré. De hecho mucha gente se reconoce en el relato de los tics, aunque claro que la enfermedad excede dramáticamente lo que planteo en la novela. Ellos son más bien enfermos leves, aunque no por eso han tenido menos problemas. Al mismo tiempo el Tourette, que entre otras tantas definiciones se refiere a un exceso de dopamina (un neurotransmisor) en el cerebro, hace que inevitablemente los que lo padecen tengan muchas veces, junto con los tics, capacidades desarrolladas más de la media: lo que los limita también los fortalece en situaciones límite. Un libro que me ayudó mucho fue El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, de Oliver Sacks, donde se cuenta un caso de un hombre que es baterista de jazz y que al medicarse pierde muchas de sus cualidades (improvisación, reflejos, rapidez mental), y rechaza eso: siente que el Tourette es parte de su identidad. Que marginales como ellos construyan, desde la amistad, su lugar en el mundo, y que a la hora de defenderlo se metan en los problemas que se meten me atrae mucho, porque en ellos es más patente lo que en las personas “sanas” elabora el silencio enfermizo de la resignación, del hastío. Por otra parte, volviendo a la cita de Cohen, la escritura de literatura de género en culturas como la nuestra, periféricas si se quiere, tiene el maravilloso plus de no quedar atada a la tradición estricta, y así se enriquece.